Anoche, entre ronquido y ronquido, tuve un sueño extraño.
Hoy me cuesta recordar porque ya saben ustedes, humanoides entendidos, que un sueño no se recuerda, sino más bien se rellena, se reinventa. Con todo, intentaré ser fiel, real, y apartaré de mí la ficción que quiere imponerse.
Sí, los sueños son extraños, pero no siempre vienen llenitos de sangre…
Muchos humanos miran a un mismo lugar, el centro de algo. Hace calor y mi lengua no deja de subir y bajar, de entrar y salir, los humanos saltan a mí lado dando palmas, gritando cosas y ellos también sudan, aunque algunas humanas llevan abanicos que usan con energía. Suena música, hay músicos pero no sé qué pasa.
Ya no estoy en el mismo lugar. Ahora los humanos arriba y yo abajo, detrás de un muro de madera, de tablas rojas, y mis patas pisando tierra, arena amarilla. Los oigo gritar más fuerte sobre mí, sus caras feas desencajadas, gotas de sudor cayéndoles desde la frente hasta los labios. Huele. Es algo amargo que me llena la garganta, la nariz, el cuerpo entero, pero no sé de dónde viene, qué es.
Un golpe contra el muro y un grito diferente, agudo y grave al mismo tiempo, dolor.
Un agujero en las tablas y miro. Los pies de un humano se arrastran dejando una mancha alargada de sangre amarga. Golpeo las tablas con las patas, con la cabeza, el hueco se abre un poco más y lo veo. El humano está desnudo y siento asco y pena al mismo tiempo. Suelta sangre por la boca, por la espalda y da pequeños botes sobre la tierra. Entonces, junto a su cabeza, aparecen dos pezuñas, dos patas negras que se doblan con dificultad, un cuerno cae desde el cielo y se clava en la cabeza del humano.
Ahora no son gritos, sino otra cosa. Ahora no hay humanos, sino toros con pañuelos blancos…
Lástima que sólo fuera un sueño.